Cuenta el Almirante. Secretos del deseo (y la mujer andaluza)

TENGO ansias de una mujer en este momento. No de cualquier mujer. Sólo de esa porción de amor y de pasión, de felicidad y de tragedia, de fugacidad y eternidad que una determinada mujer puede brindar al hombre más ruin, más desvalido, más infame.

En los momentos de mayor riesgo, de cara a la muerte, cuando he sentido su aliento helado y me ha atraído la insaciable succión de su cuerpo de embudo oscuro, es en la mujer vencedora de la muerte en la que pienso. El duro clamor de la carne, la inmemorial trompeta del deseo, resuena en mí. Me atacan erecciones terribles, no sólo del órgano genital. Todo el cuerpo, todo el ser, se me pone rígido y enhiesto. Mucho más que ese mástil tironeado por el velamen que pende de él, cargado con el furor del mar y de los vientos. Y todo el velamen no es más que un refajo, una falda, una pequeña braga con olor a mujer. Y en ese olor la mujer misma es mortaja suavísima con la que nos envuelve y acoge en sus brazos hasta la resurrección.

No pienso en la fornicación. El sexo no debiera ser la parte más vulnerable del ser humano. Es su parte más noble y más santa puesto que ella es la que se encarga de la propagación de la especie. El adulterio, la violación, el incesto, el estupro más violento, no son más que profanaciones y engañabobos a que nos empuja el instinto animal. Pienso en la posesión natural y total que hace la mujer del hombre. Su entrega sumisa y aterciopelada le hace creer al varón que es él quien la posee imperativa y furiosamente. Pero es la mujer quien le sorbe los tuétanos delicadamente, incansablemente. Puede dejarle los huesos vacíos, chuparle la última gota de sangre. Matarlo. Peor aún…, puede destruirlo, dejarlo hecho un pelele, que se arrastra a sus pies pidiendo más y más goce, cuando ya no puede más que morir.

El hombre, dominador de la mujer, es la mitad de la mujer. Es ella la que tendrá finalmente el dominio del mundo. Y será mejor para todos. El hombre como género es una especie en extinción. La mujer no necesita de ningún infatuado garañón para procrear. Con sólo meter en la úvula del óvulo un dedo untado de polen viril puede tener un hijo sin necesidad del varón. Y ese polen está en el corazón del helecho macho y otras plantas bien conocidas por herbolarios y alquimistas cuya ciencia de infusiones, diluciones y transfusiones me precio de frecuentar.

El doctor Locquo, médico espagírico de Su Majestad, sostiene que para preparar en sus retortas la simiente masculina los Magisterios toman una ampolleta en forma de teta de mujer, y para preparar el principio femenino de la fecundación, un vaso en forma de testículos, al que llaman Pelícano. En estos recipientes se mezclan y diluyen a velocidades extremas el corazón de estas plantas previamente machacado en un almirez de ámbar. Así, lo que se llama impropiamente hombre es una creación del deseo y lo que se llama con toda propiedad hembra (varón y mujer a la vez) es una creación de la necesidad; no sólo una inversión de letras.

El polen seminal de estas plantas es muy fértil e inflamable. La mujer puede también encontrarlo como un pequeñísimo huevo alargado y gelatinoso entre los pelos de su propia axila. El blanco piojo del Génesis. O más abajo, en los repulgos suavísimos del ombligo, en la tacita redonda cuyo néctar el rey Salomón amaba sorber y celebrar. Y aun puede encontrarlo entre el enrulado plumín del pubis. Sabia es la naturaleza para enmendar omisiones y faltas, sobre todo cuando las faltas son las sobras.

Sé de mujeres virtuosas que han tenido un hijo sin que hobiesen necesidad de comercio alguno consentido o fementido con el varón. En la isla Fuerteventura, de las Canarias, conozco a una mujer que parió un hijo a los 85 años sin el menor auxilio de esperma masculino. Doña Pepina Palma amó en su juventud al hombre único de su vida que el mar le robó. Se hizo desde entonces comadrona. Ayudaba a desobligarse a las parturientas y escribía las cartas que las muchachas le pedían para comunicarse con sus enamorados navegantes. Ella había conocido esos dolores y sabía transformarlos en palabras de vida y esperanza para los jóvenes.

Navegaba ella sola en un batel a vela hasta Tenerife. Iba a traer las cenizas curativas del volcán para sus bebedizos y cataplasmas. La conocí yo en un viaje a las Canarias. Me echó suertes y dijo que vería yo cumplidos mis deseos. Me animé a preguntarle cómo se había hecho ella misma ese hijo. «Con los huevos de la memoria calentados bajo mi trasero durante 85 años…», me respondió sin ánimo de chanza. Llevo al hijo de esa anciana como gaviero en la nao capitana. Rafael Palma será el primer hombre concebido y parido por una mujer sola sin ayuda de hombre, que pisará las tierras de Yndias. «¡Devolvédmelo entero y vivo!», gritó doña Pepina al despedirse. Creí que me increpaba a mí. Apostrofaba al mar enseñándole sus puños callosos y negros como tizones.

 

Pienso en esa clase de mujer que nunca envejece, ni viva ni muerta; en la porción de eternidad que únicamente esa mujer única puede brindar al hombre que muere de deseo, parecido a todos los hombres muriendo… Pienso en la piel fina y blanca o morena que envuelve ese cuerpo en el cual se encierra el mayor misterio de la creación. El pellejo delgadísimo de un fruto del Paraíso, mil veces saboreado, mil veces deseado, que no sacia jamás. El fruto se deshace en delicia mientras su forma muere en una boca.

Acerca uno los ojos a la piel elástica y tensa y ve crecer en cada poro un cráter echando llamas. Pasa uno los labios sobre esa piel húmeda en su propia salmuera y siente latir la maravilla tan cercana y desconocida que guarda una mujer en su ser más profundo. Pienso en Simonetta Lualdi, mi primer amor en Génova, fresca como una flor en sus 17 virginales años. Pienso en Felipa Moñiz, madre de mi Diego; en Beatriz Enriquez de Arana, madre de mi Hernando; en la otra Beatriz, de la Gomera, que no fue mía sino en préstamos de tránsito por las islas: la brava señora Beatriz Amorós de Bobadilla, parienta del comendador y juez que iba a destituirme y apresarme.

Las recuerdo y las deseo. A todas y a cada una de ellas, sin juntarlas, diferentes y únicas. Cada una a su modo, me devuelve la juventud resucitando mi mortalidad carnal. Una de ellas, entre todas, la sevillana Beatriz Enriquez de Arana, sigue siendo para mí muchos años después de muerta este paradigma del amor físico.
El fuego del amor y la pasión arde en esta tierra de Andalucía que el sol dora y la naturaleza adora. Tierra llena de soles interiores, con más intensidad que en parte alguna de la tierra. Este fuego de la sangre férvida, la vibración de los cuerpos de junco, el taconeo de los pies como enajenados sobre el cuero de un inmenso atambor, el habla más dulce y chispeante que haya ocupado con su sabor y melodía la garganta humana, los ojos como brasas, son el emblema de sus mujeres, de la misma Sevilla, de lo mejor de Andalucía que dio a luz un mundo entre sus muslos.

Si Dios me conserva con vida y hace que se cumplan las Escrituras con relación a este viaje, contaré la vida de Beatriz de Arana, iris del sol de Andalucía, que hacía del amor su ejercicio de guerra florida. Si no fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que fue para mí el amor de mi Beatriz, más rústica quizás pero no menos legendaria que la del Dante. De seguro os daría mayor esparcimiento y os colmaría de admiración harto mejor que con el cuento de este viaje paralizado en el pudridero de algas.

El tiempo mismo parece pudrirse en este mar seco y húmedo a la vez de plantas fósiles y esqueletos de bestias marinas. Con apenas trece años y diecisiete días de diferencia entre la eternidad y lo transitorio que huye, escribo a la vez en mi camareta de la nao y en mi cuartucho de Valladolid, que bien pudo ser en el futuro un palacio en la Cartuja. Reescribiendo mis recuerdos en el mar de sargazos de la memoria, me he convertido en espantapájaros de mis desventuras. Es lo grotesco de querer resucitar el pasado cuando el tiempo no es más para quien escribe. Recordar es retroceder hacia la nada que es el morir. La vida es un perpetuo retroceso hacia el fin último.

 

Siento ansias de una mujer en este momento que bien puede ser el último. La santidad no se concibe ni puede practicarse sin la lubricidad, sin las tentaciones extremas de la carne. Ellas son las que ponen a prueba, fortalecen y enriquecen las virtudes de la pureza y de la castidad, tanto en el hombre como en la mujer. El misticismo carnal de San Juan de la Cruz con el Amado, en la doble aproximación de la oración y la poesía, no le impidió alcanzar las palmas de la Iglesia. San Antonio de Padua, combatiendo en el yermo con las tentaciones de los íncubos y súcubos de la concupiscencia, supo merecer la gracia de Dios. San Agustín, el luminoso Doctor de la Iglesia, nos ha dejado en sus Confesiones la historia de su lucha gigantesca con el demonio; de su transformación de hombre disipado y pecador en el Santo purificado de los vicios más execrables. Y qué diríamos de María Magdalena, hetaira y santa, que enjugó los pies de Nuestro Señor Jesucristo, llagado por los clavos, con su cabellera abundosa que sólo había conocido las almohadas del pecado.

No diré que más de una vez no haya sucumbido yo a las tentaciones. Sabido es que el recurso más eficaz para resistirlas y volverlas inocuas es cediendo a ellas. Con cierta moderación desde luego. Y hay otro recurso no menos astuto para combatir las tentaciones lascivas: el de contrarrestarlas con los frenos de la contención en medio de la propia lujuria, cediendo a ella pero a la vez abjurando de ella. Un fenómeno de la concentración en la dispersión, si así puede decirse.

¿Qué cosa es la alquimia, la mayor ciencia oculta de la humanidad, sino un saber atravesado por una inmensa e inmemorial ensoñación del sexo? La destilación de la piedra filosofal es una engañifa. Lo que busca el viejo sueño alquímico es inscribir el amor humano en el corazón de las cosas. La más infinitesimal de esas cosas oculta un sexo que sueña el deseo y lo convierte en realidad; mejor diría, en una deidad entre cuyos muslos palpita la sabiduría del mundo. Si no pareciera una profanación, diría que Dios mismo ha creado el universo como un sexo sin fin cuya fuerza de gravitación es el deseo. El sexo es el rey del tiempo. En él vivimos y por él morimos.

Para acabar definitivamente con el demonio lúbrico he tenido que matar en mí al hombre viejo e incurable, indigno de vivir en la miseria del deseo siempre insatisfecho a que están reducidos todos los hombres viviendo. No es difícil aniquilarlo. Lo probé por última vez en Sevilla cuando caí enamoriscado hasta los huesos de Abigaíl, una belleza morisca, absolutamente deslumbrante, la sobrina adolescente de D. Luis de la Cerda, duque de Medinaceli y quinto conde de la Umbría, en cuyo palacio me hallaba hospedado.

Una siesta en que el calor abrasaba, a través de la celosías contemplé a Abigaíl, totalmente desnuda, bañándose en una alberca oculta entre los setos quemados y raleados por el sol. Caí de rodillas en la penumbra ante esa aparición terrenal que parecía estar fuera del mundo. Cupido es docto en apoplejías. Ensayé de nuevo el antídoto espirituoso que suelo usar en casos semejantes. Afortunadamente no me ha fallado una sola vez. Pensé en Abigaíl a mi lado, en la cama. La imaginé de pronto completamente sin piel. La silueta ingrávida de la Giralda echaba su sombra sobre ella a contraluz. No impidió que la visión fuera atroz. La muchacha fresca y bellísima de hacía algunos instantes se transformó en una aparición de ultratumba. Me sonreía y me tendía los brazos. Más repelente que la Amante resucitada pintada por Grünewald en un aquelarre de trasmundo. La mujer despellejada se sale del cuadro. Avanza hacia el espectador. Vibrante y envolvente en su lascivia sinuosa y feroz. Comida por la muerte, pero viva. Al lado, su compañero está más muerto que ella. A través de sus cuerpos despellejados se ven pasar las siluetas de los monstruos de la noche.
Abigaíl sin piel ya no era Abigaíl. Las venas azules seguían latiendo bajo una blanquísima membrana inconsútil que enfundaba todo su cuerpo. Un vaho de leche azulada manaba del cuerpo escurrido y cuarteado como cuajada agria bajo ese tegumento azulino. Un tejido de venas varicosas, tremendamente hinchadas, le cubría las piernas. Veía su carne en el pan cortado sobre la mesa, que no podría volver a comer jamás sin sentir en su blanda miga descortezada el sabor de la muerte.
Una debilidad de la sangre es ser invisible. Sobre el cuerpo de Abigaíl la púrpura se mostraba circulando en torrentes a través de las venas azules y transparentes. En medio de esta red de canales azul índico, se veía latir su corazón como un pezón encarnado. En el cuerpo desollado y latiente había vida. La propia desnudez de su piel era vida y deseo. En alguna parte ese cuerpo mantenía toda su belleza. Igual pero a la inversa de lo que sucede con un cuerpo desnudo que uno encubre con las sábanas arrugadas y húmedas después de haber dormido a su lado. Y así, el amante despierto encuentra ese cuerpo encubierto aún más bello y excitante en sus adivinadas reconditeces. Abigaíl, dormida bajo las sábanas, nada perdía de sus hechiceros encantos. Su cuerpo recubierto había recuperado toda su hermosura. El presentimiento de la belleza siempre es superior a la hermosura real. Es la belleza absoluta.

Esa piel volvería a florecer. Habría que desollarla de nuevo. A cada tentación. No es fácil. La corteza madura por los años se desprende con naturalidad por sí misma de su vieja piel. Pero desollar un cuerpo joven de su piel más fina y suave que un pétalo de rosa es tarea delicada y feroz. No siempre la imaginación dispone de la fuerza visionaria necesaria para realizarla. Entonces hay que ensayar un antídoto parcial, más fácil pero no menos eficaz.

En los sucesivos encuentros imaginé a Abigaíl sin labios; corté de raíz esos labios cuyos besos con su lengua de pequeño áspid son el mayor deleite de la creación. Pero aun así su embrujo hechizó mi frágil voluntad de indiferencia. Acercó en la penumbra su rostro al mío. Los desnudos dientes de fiera dejaron salir la lengua bífida mientras la boca como una vulva encarnada se abrió hasta la úvula. La lengua de esta niña, de apariencia angelical pero de alma abominable, no sería una lengua de niña sino una rata. La cola bífida busca mi boca.
Me retiro horrorizado. Más turbada aún por el deseo el ánima sale disparada del cuerpo. Voy a traer hierbas frescas. Las mojo y macero con saliva y un poco de esperma y las pongo sobre su vientre y sobre su rostro acalaverado. La oigo gemir todavía bajo la más cara de hierbas fragantes. Su gemido es el de un orgasmo interminable.

Entra un perro oscuro, vagamente humano, enfermo de haber lamido durante mucho tiempo el pulgar de su amo. Lame el dedo gordo del pie de Abigaíl y sale a aullar a la muerte entre los cipreses. La luna vuela sobre esos aullidos humanos, tiñe de harina al perro. Reconocí en ese momento al perro negro que montaba guardia al borde de la alberca cuando ella se bañaba. Sobre el blanco mármol el perro semejaba un tótem sagrado bajo la sombrilla de la dueña. La resolana volvía leonada la rizada y espesa pelambre retinta. De la lengua bermeja le goteaban estalactitas de sudor que el calor volatilizaba en enroscadas volutas de vapor.

Una siesta Abigaíl, húmeda aún por el agua de la alberca, golpeó la puerta de mi habitación. Abríle. En una canastilla me traía en ofrenda un racimo de vid y una extraña fruta acorazonada ornada de púas, semejante a una chirimoya o a un corazón de la India. Se la tomé sin poder articular palabra. Ella me echó los brazos al cuello y cerró la puerta de espaldas empujándola con un pie. Succionó con sus labios los míos y su lengua me erizó la piel, me hizo correr un temblor convulsivo por la piel, por cada una de las vértebras, por todo el cuerpo. La lengua adolescente tenía la sabiduría de las lenguas vivas más habladas de la humanidad.
—Volveré esta noche —dijo con una sonrisa felina yéndose. El perro oscuro la seguía pegado a sus faldas.
Quedé enloquecido de placer y de espanto. Huí del palacio ducal. Vagué toda la tarde por los lupanares de extramuros para huir de la tentación a la que no podía resistir. ¿Por qué he de tener miedo de esa muchacha, me decía, si no es mayor ni más fuerte que las pálidas muchachas que en su pueblo tienen hijos antes de casarse? Volví a la hora señalada. Entré como un ladrón en mi habitación. Abigaíl, desnuda, me esperaba entre las sábanas.

 

No oigo pasar más pájaros. El pudridero de hierbas se ha cerrado por completo en torno a la nave. Se oye el sordo fragor de la tempestad bajo el mar, entre dos cielos. Se la ve relampaguear en el hinchado vientre de las nubes. En el vientre de la nao hierve la rebelión de los hombres a punto de estallar. No es una rebelión contra mi autoridad. Es una revuelta contra el miedo de la muerte. La naturaleza humana tiene también, sin solución de continuidad, sus colapsos y explosiones de violencia. Es violencia ella misma. Y el día en que la violencia deje de existir será que la especie entera habrá dejado de existir. La bestia humana, la más civilizada de las fieras, es la bestia del Apocalipsis.

 

Augusto Roa Bastos, "Vigilia del Almirante", capítulo 14 – Cuenta el Almirante. Secretos del deseo.